Por la tarde la Basílica olía a incienso. Mientras paseaba por su interior vi caminar hacia mí una mujer de unos treinta años de edad, de aspecto latino, que resultó ser oriunda del Perú. Era capitana de barco y acababa de atracar en el puerto. Nunca había estado en Barcelona y se había orientado sin perder de vista la enorme imagen de la Virgen que preside la cúpula y que permanece iluminada durante las tardes de los días festivos. Llegaba con un saco de penas a su espalda. Después de recibir el sacramento de la confesión, me miró con los ojos anegados en lágrimas, y me preguntó:
—¿Puedo darle un abrazo?
—Pues claro —le contesté y me abrazó.
—Nunca me había sentido tan feliz —dijo sonriente. —¿Y ahora qué debo hacer? —me preguntó.
Entonces le di una estampa en la que está escrita la oración de San Bernardo para que la rezase en el camarín de la Virgen. La oración dice así:
«¡Oh tú que te sientes lejos de la tierra firme, arrastrado por las olas de este mundo, en medio de las borrascas y de las tempestades, si no quieres zozobrar, no quites los ojos de la luz de esta Estrella, invoca a María! Si se levantan los vientos de las tentaciones, si tropiezas en los escollos de las tribulaciones, mira a la Estrella, invoca a María. Si eres agitado por las ondas de la soberbia, si de la detracción, si de la ambición, si de la emulación, mira a la Estrella, invoca a María. Si la ira, o la avaricia, o la impureza impelen violentamente la navecilla de tu alma, invoca a María. Si, turbado a la memoria de la enormidad de tus crímenes, confuso a la vista de la fealdad de tu conciencia, aterrado a la idea del horror del juicio, comienzas a ser sumido en la sima del suelo de la tristeza, en los abismos de la desesperación, piensa en María. En los peligros, en las angustias, en las dudas, piensa en María, invoca a María. No se aparte María de tu boca, no se aparte de tu corazón; y para conseguir los sufragios de su intercesión, no te desvíes de los ejemplos de su virtud. No te extraviarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara.»
Se quedó un buen rato en el camarín. Supongo que pensaría que san Bernardo escribiría aquella oración para ella. Cuando salió vino a despedirse ya que aquella misma tarde volvía a zarpar.
—Que María sea siempre tu estrella —le dije mientras marchaba.
En otras ocasiones los encuentros con la misericordia de Dios se producían de un modo absolutamente inesperado. Días más tarde estaba sentado junto a la fuente de Neptuno que se encuentra en la plaza desde la que se destaca una vista magnífica de la cúpula de la Basílica. Desde que llegué cada vez que me siento allí a descansar un poco voy rigurosamente “etiquetado” de sacerdote y he comprobado que Dios suele servirse de ello para facilitar encuentros inauditos.
Se me sentó al lado una muchacha joven.
—¿Puedo confesarme? —me preguntó.
—¿Eres católica? —le respondí yo.
—Sí. ¿Hay algún problema de que me escuche aquí y ahora? —insistió.
—Pues no. Ninguno —le contesté mientras la escuchaba ante el estupor de Neptuno
—El Papa tenía razón. Los templos deben tener abiertas sus puertas porque Dios quiere encontrarse con sus hijos—, pensé mientras me levantaba.
Por la noche entré en la Basílica cuando las puertas exteriores ya estaban cerradas y únicamente quedaba encendida la lámpara votiva, que arde día y noche desprendiendo un tenue resplandor que confiere, a todo aquel imponente espacio vacío, una suave y cálida sensación de cercanía misteriosa de Dios. Al pasar ante la imagen enorme de san José me acordé de aquel pastor manco, y tan grande como él, que no conseguí colocar en el pesebre del presbiterio de Bigues. Supongo que su tamaño fue la causa de esta asociación de ideas.
En aquellas navidades experimenté con especial intensidad que la misericordia de Dios descendía de arriba abajo.
—Pero no nos puede alcanzar si no pasa de fuera hasta dentro— pensé.
Me acerqué un poco al altar de la Inmaculada. Su rostro se me aparecía especialmente hermoso a la luz de aquel tenue resplandor. En nadie como en ella resplandeció la fuerza del Espíritu Santo ya que en su seno se encarnó la misericordia del Padre.
—Para que el don de Dios llegue a nuestro corazón, es fundamental la libertad interior— me dije.
—¿Por qué llegaba el amor de Dios a unas personas y no a otras? —me pregunté.
En la época de Jesús se distinguían distintas categorías de pecadores. Se consideraban así los enfermos, ya que la enfermedad era castigo por los pecados, y a los extranjeros, samaritanos o gentiles, por no vivir según la ley de Moisés; los recaudadores de impuestos y los publicanos, por estar al servicio del poder imperial; y los usureros y las prostitutas, que buscaban el perdón de Jesús. Sabía que estaba ante un gran misterio.
—También aquí llegan pecadores, extranjeros, usureros y prostitutas— pensé
Me vino a la mente una reflexión que leí unos días antes y que explicaba la diferencia entre la parábola del pastor y la oveja perdida y la del ama de casa y la moneda recuperada. Ambos relatos terminan con la alegría de encontrar lo perdido, pero en la parábola de la moneda no se relaciona el valor de la moneda perdida con las otras, como parece que ocurre entre la oveja perdida y las otras noventa y nueve.
Pensé en los amigos rumanos de la furgoneta robada a Ceaucescu; en los gitanos que hurtaban lo que podían; en los mendigos que los hermanitos socorrían en la calle; en la capitana que perdió su estrella. En todos ellos descubrí la alegría de la conversión. «Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta», decía Jesús
—Si hubiese un solo pecador valdría la pena buscarlo, encontrarlo y alegrarse— me dije.
A pesar del escaso valor de una moneda, el ama de casa pone todo su empeño en encontrarla. Lo que Jesús aplaude es la meticulosa búsqueda de aquella mujer.
—Su dedicación fue la que dio valor a la moneda y no al revés— pensé.
«De la misma manera, no es voluntad de vuestro Padre celestial que se pierda uno solo de estos pequeños», decía Jesús.
—Corina, los rumanos, los mendigos o la capitana son los pequeños del evangelio— me dije yo. A la Iglesia se le confía que ningún pequeño se pierda. No sólo son acogidos, sino que son buscados porque Jesús pone en el centro a los pequeños.
¡Me levanté con la alegría de unas cuantas monedas recuperadas!
Joan Martínez Porcell Porta Santa (pendiente de publicación)