Mingarrulo era un muchacho fornido y musculoso. Cuando se sentaba llenaba toda la silla de madera y soltaba sus piernas contra el suelo sin doblarlas, de modo que las puntas de sus enormes botas miraban siempre al cielo. Se sentaba con su cuerpo entero echado ligeramente hacia delante sin apoyar la espalda, y con las manos entrecruzadas como si estuviera cerrando un negocio. Estaba tan acostumbrado a una vida dura que, para él, el mero hablar implicaba ya un compromiso. Solía terminar sus exposiciones con la misma muletilla: «¿Entonces, seor cura, hay trato o no hay trato?» decía. Y se despedía con un apretón de manos.
La tarde anterior habíamos dado un paso de gigante. Estábamos repasando los mandamientos y se había atascado en el que llamaba el «sexo mandamiento». Por grande y enorme que fuera el cuerpo de Mingarrulo, por dentro era un niño. O al menos eso deduje de su dificultad en entender a qué se refería aquel mandamiento que prohibía realizar «acciones impuras». Su cara era un poema. Y fue precisamente Pelines quien nuevamente me echó un cable. «Sí, palurdo. Eto siñifica no haser guarrerías», le dijo y él asintió con una leve inclinación de cabeza que me dejó tranquilo.
Conforme su catequesis avanzaba, me ayudaba de vez en cuando en algunas tareas de la parroquia. Yo no quería que los monaguillos se sintieran relegados por un mocetón mayor que ellos y que, además, no gozaba de buena fama en el pueblo. Así que le encomendé que me acompañase durante los sepelios, llevando la cruz delante de mí, en el trayecto que iba desde la iglesia hasta la casa del difunto y vuelta a la iglesia. Esta tarea se le daba bien. La cruz era pesada y se precisaba fuerza y pericia para llevarla a través de aquellas callejuelas tan estrechas. Por otro lado, esto le permitía lucir el tipo, ya que era un punto vanidoso, y significaba una excelente oportunidad de limpiar su mala imagen ante el pueblo. Mingarrulo solía culpar a tía Hipólita, que así se llamaba su madre, de cualquier infortunio que le sucediere, probamente para llamar un poco su atención. De modo especial la acusaba de absorberle en demasía y de recelar siempre de sus intenciones.
A menudo esta desconfianza era merecida, pero esta vez su madre se equivocaba. Aquella tarde Pelines se había adelantado para advertirme que a Mingarrulo «le pasalgo gordo». —«¿Puo hablar un momentino con usté?» —me preguntó parsimoniosamente. Pensé que esta vez era mejor subir hasta el comedor. Tenía los ojos rojos encendidos de rabia y me miraba fijamente y sin pestañear, mientras apretaba con firmeza sus manos una contra la otra. Me contó que unas semanas antes se había ajustado con un señorito para ir a recoger espárragos en una de sus propiedades.
La zona del Jerte es muy fecunda en este tipo de cosecha, aunque la época de recogida es fugaz y los jornaleros deben emplearse en ello de sol a sol. Cada día se desplazaba con la cuadrilla de hombres, antes de que saliera el sol, hasta la finca y una vez allí, el capataz le asignaba una zona con un determinado número de surcos, en los que se encontraban sembrados los espárragos. Con una navaja corta y con destreza debía colocar cada manojo en la cesta que llevaba colgada a la espalda para evitar tener que levantarse y volverse a agachar cada vez que cortara una ristra. Se trata de un trabajo duro y agotador, especialmente en las horas de más calor. —A mediodía paramos una hora «pa comer» —seguía contando. Aunque este capataz únicamente les ofrecía un pedazo de sandía, que se zampaban con las manos, sentados en el suelo de un lagar medio abandonado en pleno campo.
Después de un breve descanso, debían seguir trabajando cinco o seis horas más hasta terminar con los surcos asignados antes de que acabara el día. —Pues, ¿qué ocurre? —le pregunté. Se levantó, hurgó en los bolsillos de su abrigo roído, y lentamente abrió una navaja cuya hoja medía dos palmos. Me la mostró, tensó aún más su rostro y añadió parsimoniosamente: —«Pos que yo a este le abro en canal». Supe que lo decía en serio.
Era hombre de palabra y a Pelines le había dado el tiempo justo para advertirme, casi furtivamente, que tía Hipólita estaba preocupada por «no sé qué de una navagha». —Cuéntame el detalle, ¿qué ha ocurrido? —pregunté.
Entonces estalló en ira y las palabras le brotaban a borbotones de pura indignación. Me relató como el «día de pago» el capataz había llamado, uno a uno y por separado, a cada uno de los jornaleros. Al advertir que no había pronunciado su nombre entró en despacho a preguntar. El capataz, al darse cuenta de su presencia, le aseguró no conocerlo de nada, que nunca lo había visto en su finca y que no había deuda alguna que saldar. Me refirió que se habían insultado y lo habían despachado a empujones del solar. Después de aquello y sin mediar palabra, recogió todo y regresó al pueblo.
Nada más llegar cogió la navaja que tía Hipólita no tardó en echar en falta, y se había encaminado hasta la casa parroquial. Le miré y supe que aquella torre de músculo y nervio estaba a punto de derrumbarse. Lo que le había ocurrido no era un hecho aislado. A menudo los «señoritos» terratenientes sin escrúpulos, abusaban de la gente sencilla o ignorante de esta y de otras muchas maneras. No existía contrato, ni papeles, ni testigos que desmintieran la palabra del capataz. Mingarrulo sabía con certeza que le defraudaban su justo salario. Se acordaba perfectamente que, al comentar el octavo mandamiento durante las sesiones de catequesis, le dije que negar el jornal a un trabajador es un pecado muy grave. Tímidamente, empecé a persuadirlo para que no usara aquella navaja. Le advertí que, si regresaba entonces a la finca, descubrirían a tiempo sus intenciones y el arma podría volverse en su contra. Argumenté que era preferible «actuar con inteligencia» y, cuando calculé que le tenía medio convencido, le espeté con vehemencia:
—Le agarras de la pechera y le inflas a h... hasta que pague y punto. Y le recomendé que se asegurara de que no hubiese testigos de nada. Después de unos segundos, asintió con una inclinación de cabeza, se levantó, y dejando la navaja sobre la mesa, dijo: —Désela a tía Hipólita —¿Hay trato o no hay trato, sr. cura? —añadió.
Mientras estrechaba su mano, me di cuenta de lo que acababa de suceder. Luego él, sin más, se marchó escaleras abajo. Al cabo de unos minutos llegó tía Hipólita, me contó su versión de los hechos y se llevó la navaja a casa. También apareció casualmente el Pelines que aquel día -y a pesar de su curiosidad- nunca supo nada más de lo que había sucedido. Me quedé sólo en despacho.
Poco o poco fui reaccionando.
—«¿Qué había sucedido? ¿Había aconsejado bien a Mingarrulo? ¿Era correcto lo que le dije? ¿Era este el modo para evitar un posible mal mayor? ¿Estaba justificada la violencia en esta situación? ¿No podía haber planteado las cosas de otro modo? — pensé.
Salí un rato y me senté ante la alberca que era contigua a la casa de tía Andrea. Recordé cuando nada más llegar al pueblo los mozos -y Mingarrulo estaba entre ellos- me habían arrojado vestido al pilón que era el abrevadero para el ganado que se encontraba a la entrada del pueblo. Era costumbre «echar al pilón» al forastero como señal de amistad, una especie de curioso y cariñoso bautismo de bienvenida del cual yo no me había librado. —No se echará atrás. Es hombre de palabra y no tolerará que nadie abuse de él— me dije.
La violencia no es el medio adecuado de solucionar los problemas, pero condenarla enérgicamente sin remover la injusticia que le sirve de fundamento me parece una gran hipocresía. No es lo mismo la agresividad gratuita, que nace del afán de dominio o explotación, de la ambición o del orgullo, que la legítima defensa ante una injusta agresión. Que la fuerza sirva al derecho es el principio que asiste a los cuerpos de seguridad cuando protegen la vida o los derechos de los ciudadanos. Personalmente me considero cristiano, pero no soy pacifista.
(Joan Martínez Porcell., Puerta Santa, editorial Claret. Barcelona 2016)