Hundido en el pozo

Porta Santa

Terminaba la Fiesta de la Merced del 2015. En ediciones anteriores las fiestas habían sido soportadas por el sacristán y su familia, pero este año se había consolidado un suficiente número de voluntarios que garantizaron el orden durante todo el día. A primera hora de la mañana los trabucaires despertaron la ciudad con salvas de fogueo. Después la Eucaristía solemne concelebrada por sacerdotes y religiosos mercedarios y presidida por el sr. Cardenal, con la tensión lógica por la presencia de las primeras autoridades del país y mucho más debido a la proximidad de las elecciones autonómicas.

El templo estuvo todo el día abarrotado hasta el último rincón, mientras que -por otro acceso independiente- pasan miles de devotos a visitar a la Virgen en su camarín; un reguero inacabable de barceloneses que quieren manifestar su devoción a la Princesa de Barcelona. Por la tarde me acerqué para saludar a los voluntarios que hacían guardia en la puerta de San Miguel, que es la entrada lateral de la Basílica.

Se acercó un padre empujando una silla de ruedas en la que iba su hijo, un muchacho de unos quince años con parálisis cerebral. Aquel acceso da directamente a la escalera que sube hasta el camarín de la Virgen, pero el desnivel es enorme y el acceso es estrecho y empinado.

—El muchacho quiere besar la Virgen —me dijo.
Le expliqué que era muy difícil conseguirlo pero que los voluntarios le ayudarían si hacía falta.
—No es necesario. Estoy acostumbrado —me respondió con serenidad. Y cargó con su hijo sobre su espalda. Aquel muchacho debería pesar unos sesenta kilos por lo menos. De vez en cuando se detenía para tomar aliento hasta que consiguieron pasar por delante de la Virgen. Al descender, les pregunté:
—¿Ha valido la pena el esfuerzo?
—Por supuesto, —me respondió. —Sólo hago de buen samaritano —añadió con lágrimas en los ojos.

Recordé la parábola que leí la noche anterior y aquellas palabras que se quedaron grabadas en mi memoria: «No es la sangre la que hace al prójimo, sino la misericordia». Durante toda la tarde, en medio de un ambiente de piedad excepcional, se fue sucediendo un continuo deambular de peregrinos en busca de un recuerdo de la fiesta. Y por la noche el concierto de sardanas puso el broche de oro a una jornada largamente esperada y vivida con emoción. Todos estábamos satisfechos de la jornada: los sacerdotes, los voluntarios, Carlos y Esperanza, los sacristanes, todos, excepto Aziz que apareció justo cuando empezaba la noche.

Cuando la regidora se disponía a dar comienzo al concierto con unas palabras de bienvenida le advertí del peligro de que Aziz diera al traste con el acto, aunque ella menospreció sus posibilidades, hasta que empezó a vociferar. Entonces los voluntarios llamaron a la policía, pero uno de los operarios que andaban ultimando los detalles de la instalación no esperó a que llegaran, corrió hacia él y le propinó un empujón que lo sentó directamente en el suelo con el envase de vino barato desparramado a su alrededor. Este lenguaje es el único que entiende cuando está borracho.

Al día siguiente estaba avergonzado. No se acordaba de nada, se acercó a mí y me preguntó mi nombre.
—Me llamo Joan —le respondí, pero él lo negaba con la cabeza y me dijo:
—Tu nombre es “moussen”, que quiere decir “muecín” —mientras alargaba la “o” deliberadamente como si estuviera aullando. «Mossén» es la palabra con la que el pueblo catalán se dirige familiarmente al sacerdote y a Aziz el este oficio se le antojaba parecido al del muecín que -en el islam-, es el miembro de la mezquita responsable de convocar de viva voz a la oración.
—¿Por qué estás arruinando así tu vida? —le pregunté
—¿Qué te lleva a seguir bebiendo cuando sabes que estás perdiendo el control? —insistí.
—El desánimo, —me respondió.—De los cuatro solo quedo yo —añadió.

Efectivamente, Rachid había muerto apuñalado, Halil estaba en prisión y Mamen -el “amigo” que impidió que le denunciara en otra ocasión- había fallecido recientemente de una sobredosis. Me esforcé en convencerle de que dejara la calle y le animé a que no ceder ante el desánimo. Desde hacía tiempo la asistenta social intentaba ayudarle. Es una mujer firme e inteligente que le había conseguido una pensión de la que le echaron la primera noche en la que llegó borracho y hacía lo imposible para que siguiera una terapia de desintoxicación.

En las últimas semanas, gracias a la ayuda de un psiquiatra, parecía que la situación mejoraba, pero enseguida volvía a las andadas. Había trascurrido dos meses de todo esto y un día de noviembre se me acercó sobrio y sonriente.
—Tú no conoces mi lado bueno —me dijo.
—Pues claro que no, porque nunca me lo has mostrado —le contesté.
—Tengo un hijo de cuatro años —añadió.

Me sorprendió mucho que Aziz fuera padre. Mientras me contaba episodios de su infancia, sus ojos se humedecieron. Su familia vivía en el campo. Cuando era pequeño su madre le mandaba salir fuera de casa mientras ella «recibía visitas». Al salir debía desnudarse completamente para evitar que le mordieran los perros salvajes que deambulaban por aquella zona rural hasta que consideraba que podía regresar. Cuando se hizo mayor, su padre le echó de casa para que se buscara la vida y no los había visto desde entonces.
—Mi padre nunca me quiso. Me echó de casa y desde entonces voy vagando —me dijo.
—¿Qué hago aquí? —se preguntaba.
—Nada. Perder la vida. Nada. Si no salgo del pozo me moriré —se contestaba a sí mismo con amargura.
En Tánger conoció a la madre de su hijo, con el que hablaba de vez en cuando por teléfono, pero al que no veía desde que nació. Su hijo —que cumpliría cuatro años— le había pedido una bicicleta y él quería mandarle una para el día de Reyes que estaba ya cercano. Durante unas semanas Aziz no bebió, posiblemente ayudado por la medicación, pero sobre todo por la motivación del regalo que quería para su niño. Se afanó en buscarla, encontró una empresa que transportaría la bicicleta hasta su destino, dejó a Pau que le administrara el dinero para no gastarlo en vino y mantuvimos largas conversaciones en las que, por primera vez, parecía convencido de que el alcohol era su verdadero y poderoso enemigo capaz de arrancarle su dignidad e incluso la vida. Aziz tiene una hermana casada que vive en un pueblo del litoral catalán que a menudo se interesaba por su paradero.

Cuando en alguna ocasión le preguntaba porque no acudía a ellos, me contestaba con dignidad:
—No quiero presentarme con este aspecto —mientras mostraba su apariencia entera con sus manos. Un día se presentó con una bicicleta de segunda mano y durante dos días no hizo otra cosa que repintarla hasta que dejó la entrada del templo hecha un cisco, mientras Carlos y Esperanza hacían la vista gorda con sus pinturas y pinceles, disimulando el disgusto que les producía aquella ocupación de territorio. Se tomó muy mal que, sin mala intención, perdiera la fotografía de su niño que su sobrina le había enviado. Así que tuve que llamarla de nuevo para que la reenviara. En los últimos meses sus manos y sus pies estaban tan estropeados por la psoriasis que no podía caminar. Cubría sus manos con unos guantes de lana y calzaba alpargatas de baño para que nada le oprimiera los pies agrietados.
—Quizá llame una ambulancia —me dijo. Era la primera vez que estaba dispuesto a pedir ayuda. Con un teléfono prestado había llamado a la asistenta para explicar en qué situación se encontraba. Fuimos a la farmacia para comprar la pomada con que aliviar su inflamación. A salir le dije:
—Aziz. Si quieres te pago una noche de habitación en el hostal. De esta forma podrás asearte y la pomada hará mayor efecto. —No. Gracias mousen. Guárdalo para otro que pase mayor necesidad que yo. Ya me apaño —me respondió.
—Pero es que no hay nadie en la calle que lo precise más que tú —insistí aunque no logré convencerle.
Un día, en contra del parecer de Carlos, Aziz entró en el templo con su cabeza cubierta con un sombrero en el que parecía ocultar todo su dolor. Durante toda la misa le estuve observando. No se movía en absoluto, a pesar de que el sacristán no le quitaba el ojo de encima. Al salir me estaba esperando.
—Menudo sombrero chulo —le dije.
—Es un regalo de un guiri —me respondió.
—Moussen, ¿aquella virgen es la madre de Jesús? —me preguntó.
—Sí, ¿Por qué? —pregunté.
—Porque cuando le hablo siento que me escucha —me respondió.

Por la noche, al abrir el breviario para rezar completas, me cayó al suelo una estampa de la fiesta de la Merced, en la que está escrita esta oración: «Virgen y Señora nuestra de la Merced, a ti suplicamos que, mediante tu maternal intercesión ante tu hijo Jesucristo, nos alcances la verdadera libertad de los hijos de Dios y nos hagas libres de cualquier esclavitud…»

Joan Martínez Porcell
Porta Santa (en edición)





29/09/2016 09:00:00




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