A última hora de la tarde, antes de la cena, llegó el operador de Carlos y casi sin cruzar la puerta le comunicó claramente que los resultados no habían sido favorables, que el cáncer estaba extendido y que el pronóstico era el peor. Yo me quedé petrificado. Es posible que la memoria me traicione, pero no creo que el médico gastara ni tres minutos en comunicar aquella sentencia de muerte. Supongo que tuvo buena intención y no quiso que Carlos albergara falsas ilusiones, pero me pareció de muy poca sensibilidad comunicar aquella noticia sin ni tan solo sentarse a su lado.
En aquella casa de dolor conviven muchos y muy distintos enfermos con muchos y muy distintos médicos —tan dispares los médicos como lo son los pacientes— porque ante el dolor, la reacción de las personas no depende del estado de su cuerpo, ni de su ciencia sino del estado de su espíritu y de su amor. Carlos se derrumbó completamente. Le oía llorar y sollozar como un niño a través de la cortina que discretamente la enfermera había corrido entre nuestras camas. Su matrimonio había atravesado momentos difíciles, pero se habían arreglado bien las cosas y ahora los dos estaban haciendo planes de comprarse una casa en la costa donde disfrutar juntos de una merecida jubilación.
Se dolía que todo se hubiese ido al traste. Permanecía un rato en silencio, pero nuevamente arrancaba un llanto que me rompía el alma. Estaba totalmente desesperado y no pude mantenerme al margen. A fin de cuentas, éramos amigos y habíamos ya compartido muchas cosas y algunas muy duras. —¡Carlos! —le llamé, abriendo un poco la cortina —Escucha: ¿no me dijiste que estabas casado? —le pregunté. Tardó un poco en contestar.
—Sí. ¿Porque me lo preguntas? —me dijo
—Porque yo no lo estoy, pero si tuviera a mi lado una persona que me quisiera como tú me dijiste que te quería tu mujer, la llamaría ahora mismo por teléfono —le respondí
Entre sollozos me contestó: —¿Tú crees que vendrá a estas horas para verme así?
Dijo esto último con un tonillo de orgullo herido y otro poco de corazón roto.
—Pues claro que vendrá. Seguro. Y además te vendrá muy bien contárselo todo. Anda llámala ya. ¿A qué esperas? Creía que los de Badajoz erais más hombres —le dije, mientras le acerqué mi móvil por entre la cortina. No me contestó, pero a los pocos minutos oí que hablaba. Yo volví a correr la cortina y me hice el desentendido. La verdad es que no escuché. Además, tampoco se le entendía de tanto sollozar. Eran las cuatro y media de la mañana cuando abrió la puerta una mujer de unos cincuenta años. Era morena y de baja estatura. Luego advertí que era latina.
Se acercó a la cama de su esposo y le hablaba bajito, casi susurrando y con mucho cariño. Dejó de llorar y estuvieron un rato abrazados los dos y yo inmóvil y en silencio. Al rato la mujer descorrió la cortina se acercó hasta los pies de mi cama y me preguntó:
—¿Le parece bien que recemos juntos los tres? Yo asentí con la cabeza porque no era capaz de articular palabra. Y se colocó en medio de las dos camas mientras le daba una mano a su marido y con la otra estrechaba la mía. Estuvimos así los tres durante unos minutos. En mi vida había rezado con tanto fervor y todavía hoy me emociono cuando lo recuerdo. Creo que me dormí.
Cuando abrí los ojos, aquella mujer permanecía de pie al lado de la cama de Carlos. Luego, mantuvimos una breve conversación y se marchó a trabajar porque entraba a las seis y media y ya amanecía. Habían transcurrido quince días de este encuentro divino. Me habían operado y después de dos días en la U.V.I me habían bajado a planta. La enfermera de noche había tenido mucho cuidado en que no se infectaran los puntos y, aunque dolía aquella cremallera, por fin aquella tarde me daban el alta. Nadie me dijo nunca por qué dos días antes de mi operación se habían llevado a Carlos.
Mientras mi madre y mi hermano recogían la ropa que tenía guardada quise ir solo hasta el otro lado del pasillo. Fui andando despacio en honor de Carlos hasta el Corte Inglés. En una de nuestras escapadas habíamos convenido que si uno de los dos le iban mal las cosas el otro fuera hasta aquella ventana donde «se hacían rebajas». No era una vista tan bonita como la que juntos habíamos contemplado desde el Caprabo. Aquella ventana daba al cementerio y había bromeado con que todos vamos algún día a él y mientras tanto solo «vivimos de rebajas». Por eso llamamos el Corte Inglés a aquella ventana. Después de unos meses, supe que Carlos había fallecido.
Del hospital le trasladaron a su casa donde pasó sus últimos días. Carlos era de Badajoz y nunca fue ateo. Quería vivir igual que queremos vivir todos. Nos unió el miedo y el dolor. Él tenía una mujer que siempre le quiso y que nunca había odiado a los curas. Cuando recuerdo aquella ventana, a Carlos y su mujer, le pido al Señor rezar siempre como aquel día, dando la mano al amigo y mirando de frente el dolor. Aquel día experimenté cercana la misericordia de Dios que nunca es tan tierna como cuando sufre en la cama del dolor.
Joan Martínez Porcell Puerta Santa. Editorial Claret (2016)